Un suelo de escritos se forma
bajo mis pies. Una alfombra de textos viejos, de nuevos versos, de baratas
antologías de sal y fuego. Pero la noche y el trago necio hacen de ese suelo un
pozo negro que no encuentra final, que me traga sin masticarme y me devuelve a
la nada, cual vortex de medianoche, aunque a las tres de la mañana.
Del otro lado la existencia
inversa, el calor del hielo, la tempestad de la paz y el grito del silencio.
Los espejos recobran la vida trozada y adquieren toda la impecable habilidad.
Del otro lado la existencia invertebrada, el sueño realizado y las hojas
blancas. Del otro lado la existencia enterrada en el jardín de los oscuros
recuerdos, con forma de cajón sellado, marrón y estilizado a la manera absoluta
de mis pies que ya no me pertenecen; los mismos pies que pisan versos del otro
otro lado, donde antes del fuego hubo cenizas volátiles.
¿Yo? En el limbo, entre ambos
lados que se conforman, ahora, como extraños; como dos extraños que jamás se
han cruzado; como dos extraños que se merecen el puente que no soy porque no
existo entre ambas existencias antitéticas.
Daría a ese sol un vistazo pero
la ventana está negra. Suena en el oído medio una melodía suprema: el silencio
de las horas pasajeras, el silencio de la tinta quieta, de la sangre tiesa que
me observa gotear el cuerpo entero por el desagüe de la sobriedad.
La noche, a veces, me pregunta
cómo vuelvo y mis respuestas son los bostezos, soga que me lanza eso que llamo
cerebro, para dejar de agonizar en el texto y volver a la verdad; la ansiada y
poderosa verdad de la incipiente debilidad. Entonces duermo, cuando la
franqueza de la lapicera se confunde con una lapidaria tecla. Duermen también
mis dedos en la inquieta inmovilidad del colchón de prosas mal llamadas
poéticas, mis testamentos de cada madrugada donde muere un poco de mí y nacen
más versos que han de parir una abortiva poesía hacia el estado santo de la
moral manuscrita.
Aún los países no hablan, el
globo terráqueo de mi memoria solo se detiene en la hipoacúsica recepción de la
maniobra. Música le resta al saludo inicial de la repetición, y luego el tiempo
y yo nos sentamos a compartir agujas entre venas y reloj.
Reiré al volver, retroceder es de
alma satírica, es de burda incomprensión psicoanalítica, es de maquiavélico
borrador. Reiré cuando amanezca durmiendo debajo del colchón.
Sensiblerías de lodo recaen en la
conciencia, frutas de mil árboles y los cientos de rostros borrosos por detrás
de la corona de flores que acapara mi inocente y parlamentaria atención. Luego
nos callamos, adentro, cuando el texto vuelve pero aún no muero.
Libro viejo me ha dejado, cuerpo
pequeño pero amaestrado, retazo del olvido, trozo de recuerdo y algún que otro
vicio. Muerte me ha dado alivio; madre me ha quitado abrigo… y Octubre me sigue
castigando con lo mismo. Desequilibrio, dicen. Extrema infinita unción,
escribo.