El juego empezó,
las escaleras se enredaron todas y el camino se contrapuso a
lo lineal del destino.
No existió antes un espacio tan abierto como este cerebro
inaudito.
Los pasos se escucharon resonantes en el techo de la
conciencia pero nada detuvo la guerra,
las batallas se acercaron a una orgía de patadas, tiros y
algunos besos escondidos.
Aunque el vino nunca faltó en el banquete de los deseos
perdidos,
la cordura se escapó por el excusado del baño más chico.
Algunos ratones esperaron el resultado del análisis afuera
de la biblioteca sanitaria,
pero los libros no dejaron de caerse sobre el escritorio de
esa felina genética
y nada pudo resolver la incógnita del ADN secuestrado en la
cortina del salón.
Llegó el momento, en un momento, de lanzar los dados, esperando
que un número impar entregara el gran premio al capitán,
más la suerte nunca estuvo de su lado, y lanzó a llorar,
sometido hasta el hartazgo con un lazo de metal.
Su espalda se desarmó en huesos, sangre y un poco de pan,
ese pan cavernoso que los secuaces supieron una vez
degustar.
Las indicaciones nunca estuvieron del todo claras, y así
todos se derrumbaron en un mar de lágrimas pues no pudieron ganar.
Fueron castigados en el calabozo de la libertad, allí donde
les quitaron los votos y los entregaron a las garras del azar.
En el escalón dieciocho el discurso cautivó con su ateísmo a
la reina de la cruz,
pero más arriba en el veintidós a los ciegos se les cortó la
luz.
Nadie pudo llegar al cien sin derretirse, ni siquiera el
fuego.
Se podría decir que todos los elementos padecieron una
especie de infección intestinal
y se cagaron en el noventa y nueve.
Acabaron por suicidarse, lanzándose al vacío de las letras
inconclusas
mientras los roedores reían, aún esperando, por sí o por no,
la respuesta del vómito de queso en las cortinas del salón,
como ya lo dije hace unas líneas atrás, ¡no me haga
repetir!, que de redundancias los poemas…
Entonces el eco derribó los muros, me sacó del ataúd y me
abrió las rejas,
me dijo que la sutura no le aqueja, por ende cosí sus labios
con un hilo desinfectado y como aguja usé una moraleja:
“Si el juego ya te pesa, quédate en el descanso hasta que la
madrugada muera”.
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