Era una dulzura que robaba el
alma,
que sobresalía de los rincones
más recónditos de la mirada,
que rompía pero que remendaba.
Era una dulzura que me valía
la vida, las ansias y las ganas.
Era una dulzura pura,
una dulzura blanca.
Era una visita del alba
en el medio de la noche,
era un mar de lágrimas
entre risas y reproches.
Era la potencia muda
de los gritos interiores,
era la luna dormida
entre almohadones de colores.
Me quitó el destino,
augurando errores,
llevándome a lo torpe del frío,
vagando en oscuros callejones.
Me supo a distancia a veces,
me supo a un juego maligno,
pero se escapó surcando los mares
que me invitaban al abismo.
Era un barco sin sentido
en el curso del latido,
era como si le sobraran alas
pero un ancla le impedía
el vuelo hasta mis brazos tibios.
Era una sombra tirana,
era el veneno prohibido.
Era la cama y la muerte,
era mi sueño y mi temple,
era la aurora y la suerte,
era el sudor helado de mi frente.
Y después el desvarío.
De amores míos, ninguno.
Sopló la llama, apagó el mundo.
Destrozó, lo siento,
todos los conciertos.
Ayunó mi sueño y vomitó mi
ejemplo.
Libre pero preso
el sentimiento mutó,
se quedó sin huesos,
se quedó sin versos,
en el beso ausente
de la perdición.
Un infierno es hoy,
cuando dulce ignora,
cuando dulce ríe
de mis malas maniobras.
Yo no he visto nunca poder
tan vanidoso, peligroso, amoroso.
No, no he sabido antes de sus
garras silentes
clavándose en el aire que corta
mis pieles.
Es entonces cuando evito
que lo amargo se acerque,
porque su dulzura
aún controla mi mente.