Tengo el tiempo
sobre mis hombros, recorro el camino inquisidor de la media noche detrás de
cada segundo que me invade. El silencio se compone de la misma forma que mis
versos, y respiro instancias crueles que me alejan levemente del pasado. Las
mitades del rostro se conforman como esferas indefinidas de un sentimiento
desconocido.
Mis manos
tiemblan al compás de una lapicera seca que escribe su inclemencia sobre el
cuaderno ajado y lleno de ignorancia disfrazada de un parecer sensato. Suda el
espejo una gota inmune que nunca informa acerca de si es lunes, y de hecho lo
es.
Mi memoria se
compromete con las sustancias pseudo opiáceas que circundan el ambiente
ensordecedor y resplandeciente.
Yo no espero,
pero el acto inicia en el número cero que no existe en el reloj. Las agujas se
van correspondiendo con mi pulso y desespero, como cada mañana al despertar de
una noche llena de insomnio y carcomida por los pocos sueños.
Me pesa la boca
de esperar el beso, los brazos de abrazar las sombras y los ojos de mirar
escombros detrás de las sobras de lo que un día fue una gran obra.
El viento se
lleva el sol un poco más allá del infinito, mi horizonte se ha compuesto por
unas pocas nubes eléctricas, una canción en francés y una taza de café a
medias. Fumo como un complejo extraño el cigarrillo, como una oveja más del
rebaño, como un trozo más de este año que se queda corto si pienso en que a
febrero le han quitado un día bastante necesario, tanto como esos ojos
mirándome mientras duermo, o cuando despierto o hasta cuando revivo escribiendo
de ellos.
No me pesa el
misterio, lo busco como cuando resuelvo un silogismo con los dedos de mi pie
derecho, no me pesa el misterio, ni me pesan los laberintos en los cuales ya no
me pierdo, tampoco me pesa el suplicio de esperar a la noche para el que día se
destruya entero. No, no me pesa el misterio ni me sobran los complejos, ni se
me acorta el ego, ni siquiera pienso en el ejemplo cuando el descendiente del
pretexto es el poema esbelto que completo con las abstracciones proyectivas que
denomino sentimientos. Pero sí me pesa el olvido, me pesa el orgullo corrompido
por la sensación de calor, me pesan las manos siniestras, me pesa el cuello de
mirar a la izquierda cuando el recuerdo pasa por la derecha, me pesa la nariz
de respirar esa vieja esencia que me condena a noches enteras de letras
muertas. Me pesa luna, me pesan las estrellas, me pesa esa luz intensa que me
enceguece cuando pienso en la musa, al componerla. Me pesan las imágenes del
reto, me pesa la carrera, me pesa la línea de llegada y la soledad vestida de
alegría, me pesa la simpleza con la que se diversifican las despedidas.
La costumbre de
pensar se convierte en agonía, sentarme en este mismo lugar siempre es como
sentarme en la cornisa de la existencia y esperar algún indicio que me lleve a
saltar o a cometer una indecencia y empezar a dedicar sinceramente cada uno de
mis poemas.
El arte me
ausenta del abismo y a la vez es eso mismo, las letras se me caen y revientan
mi cerebro como meteoritos, se me acaban las ideas y me sobran los caminos. Es
lunes, lo he dicho, y ayer fue domingo, es de esperarse que mañana sea martes y
me pesa realmente el olvido.
Cuando las
melodías se apagan, finalmente me decido, me levanto de mi silla y me dirijo al
delirio, a rememorar los idilios, a crear un nuevo precipicio.