Allí pasan las noches, frente a
mis ojos quietos y expectantes. Pasan intranquilas, desinteresadamente; pasan
los días, también, y las tardes. Las horas permanecen, como mi reflejo en el
espejo, adelante.
De mí supongo tantas vacías copas
de un vino ensangrentado con algún corte irrespetuoso del camino andado. De mí
supongo tantos cuentos narrados en la inexistencia predilecta de algún sueño
nunca antes soñado. También el café y el espasmo irreverente de los nervios
atragantados supuran de inocencia, lloran a mi lado. Me contenta el día
llegando a mis pies que no han dormido o a las manos del olvido. A veces pienso
que es lo mismo, a veces ni pienso siquiera, a veces dudo si existo.
Digo que la vida se complace con
la ironía con que la percibo. Triste y solitaria, y sonriente al mismo tiempo,
como anticipándose al destino; como invitándome al abismo en el que poseo las
mejores vistas al vacío. Pero no me despido, nunca digo adiós pues tal acción
retuerce mis principios, aquellos del final, justo al medio del año entrante y
el pasado en regocijo.
Plantaría evidencias altruistas
en el fondo de un corazón de artista que se encoge con el paso de las rimas
automatizadas de una prosa mal escrita. “Bravo”, dicen las malas lenguas
formuladoras de teorías de mierda y alguna que otra porquería. Vocabulario de
masas y de amuletos perdidos, como la pata de una rana almorzada por un herido
consejo bien aprehendido.
Me limito al cigarrillo que se
consume como el suspiro alado de la ignorancia y el sentido. Me limito al cruento
desafío de escribir un poco menos de lo que realmente respiro.
La sesión no terminaba, el
inmóvil cuerpo apaciguaba la palabrería disuelta en un vaso transparente lleno
de agua, como una aspirina acogedora debajo del sendero de la cama, antes de adormecer
la sinopsis furtiva de un film de culto. Nunca terminaba, nunca mis manos
sudaban, pero tampoco iniciaba. La pesadilla se extendía sobre el diván al que
mi figura se acomodaba, impecable y sutilmente, sin derramar la existencia por
el bolsillo roto del pantalón. El cadáver yacía, tieso y suave, mientras la
libreta se llenaba de las mismas falacias anticipadas como rimas en las líneas
derivadas del pensamiento posterior que nunca se formulaba. Yo, que de la nada
me extravío en las constantes carcajadas, lo veía todo desde adentro pero con
la mirada perdida en el contexto socio-histórico de mi desprendida e idealizada
narración.
Y vuelvo, siempre vuelven las
constantes lógicas, siempre el silogismo se plantea sobre cuestiones
paradójicas de una costumbre asentada en la palabra y el poder. Y lo lamento,
nuevamente, como se lamentan las flores cuando el invierno les cae encima, sin
previo aviso. Los rituales de la cordura son nocivos para mi espíritu, ese
mismo que asimila la productividad como una esponja en agua hervida. Escribir
es una droga de la que no hay vuelta y me inyecto fuertemente las palabras con
una jeringa usada, usada mil veces por la misma basura que se llama
prescripción abstracta.
Puedo observarme muriendo
lentamente mientras revivo, mientras conspiro contra la próxima poesía que
nazca de esta conjunción asexuada de posibles libros. Mis rodillas se amarran a
la posibilidad de unirse en obsecuentes ladrillos, y así camino, con la frente
en alto, por el pasillo del castillo amado, en el que dejo cada uno de mis
instintos, mientras me lanzo por el balcón del patio vecino. Pero ¡cuánto amo
el resentimiento asesino! Yo y mi reflejo, son tantos los versos escondidos en
el reflejo acumulado de millones de ojos que no son los míos. Percibo, derribo,
ansío, vomito, escupo y escribo. Vivo del mundo que vive de los míos; del real,
del soñado, del imaginario y del preferido. Vivo y mueren los paisajes que ya
no he vuelto a ver, pues he perdido los recuerdos, y no recuerdo ya el camino.
La melodía, belleza que mis oídos
ensordece, carcome cada espacio lleno de sentido. El objeto gris se posa sobre
el colorido banderín que llevo en el medio del portafolio sobrio, consecuente
con mis lentes y aparentemente ejecutivo. Camino con rocas en los hombros, con los
ojos dormidos, con la piel opaca de estrellas, con el aura desmembrada de
tantas persecuciones en vela.
La verdad de un cuerpo se
complace con la despedida de todo lo ajeno, con el peso arremangado en la cama
solitaria pero llena de fantasías que, al salir a la luz, se persignan en una
iglesia bañada de mierda, como todas aquellas que se limitan a un libro
desvirtuado de la realidad. Así, mis libros que no existen aún, se componen
como odas a la contra y al misterio de la ciencia enamorada de mí. Más no sé
decir, digo, y repito como un fetiche perverso, como un eco que vislumbra el
remordimiento y la pasión anudada del sueño ensimismado y el amor al cerebro
que lo piensa sin escándalo, allá donde los versos se hacen atajos al medio de
otra alma partida al medio que beso sin reclamos.
Podría cautivar a los lectores,
podría desmembrarlos, podría remontarme al principio del texto y enceguecer
cada lapsus interpretado. Pero permanezco, me mantengo al costado de la
inocencia y cometo el delito con un sicario. Amontono cada resultado, luego,
bajo la almohada de algodón prensado y duermo sobre las vidas que he tomado. Dormir
es siempre el castigo y el rechazo al poder asombrado de la naturaleza que se
posa cada noche en el tejado del insomnio cansado. Mi prisión y mi resguardo.
La marioneta también sangra, las
balas también matan al fantasma de la virtud que espera, a la deriva del tiempo
y, ciertamente, también lloran mis ojos al observar nada más que encuentros
furtivos y acelerados con el calor de la oscuridad. Ansío, como cada punto su
gravedad cero, un poco de silencio y más ruido pendenciero que me rompa los
latidos y los aniquile antes de caer al suelo. Todo lo quiero y lo poseo, pero
no me alcanzan los dedos y me sobra la quietud de cada estrofa que no empiezo
porque empecé con un gran cuento que no sé terminar. Me detengo, bebo un trago
de este jugo negro y caliente y me resisto, más no puedo y continúo con el
cruel flagelo. Lejos del futuro, olvidando el pasado y admitiendo un presente
catastrófico y hermoso, como un barco que se hunde en un río de chocolate, bien
profundo. ¡Qué paralelismo tan boludo! Pero cuidado, no así inoportuno.
El insípido antropocentrismo me
habla en francés, contesto con un tartamudeo propio de un ser que se admite
ateo del sentido maléfico de cualquier dios. Mi universo gira alrededor de la
palabra, de la lengua, de la virtuosa apariencia que hace a la diferencia entre
un ser y el resto de la incoherente masa presuntuosa, religiosa y desdichada.
La madera en forma de cruz se hunde en el pantano de la adversidad que se ha
causado a si misma por mentirle a la humanidad. Yo vivo, no pretendo caer con
cada uno de sus pecados escritos en una piedra intoxicada de viejos ritos. Yo
vivo, desde la realidad a la que pertenezco y de la que respiro. Y escribo,
afortunadamente, lo admito, escribo porque desentierro el pensamiento
acostumbrado a cubrirse del frío.
A punto de culminar es que me
observo una vez más, esta vez desde adentro, y me pregunto si realmente espero
o es que me gusta ver pasar el tiempo frente a mis versos mudos de silencio. Me
pregunto tantas cosas que finalmente no contesto por el miedo que me causa
encontrarle sentido a cada texto. La maldición se convierte en un laberinto
acostumbrado al éxito inédito que yace a lo lejos, donde casi no existo, donde
ya no veo más que interminables escaleras elevadas más allá de la percepción de
un olvidado horizonte. Y al fin me leo y desvanezco en el mismo lugar donde
pasan las noches, frente a mis ojos quietos y expectantes mientras pasan los
días, también, y las tardes.