Luces del tiempo, cuales, del tiempo, insensatas, el silencio, luces sin un precio mientras el misterio, cual laberinto de oscuridades solitarias, luces del sol apagado antes de ayer.
Sustancias de insuficiencia absoluta resaltan la razón y la cordura, lejos, entre las estrellas de un colorido firmamento, caballos, destrozos y corazones rotos, tiniebla del fuego, como ineficiente realidad, intransigencia del juego.
No es coherente, ni un argumento, es la persistencia del siniestro, es la concordancia con la palabra que no tiene acento, que no tiene, y que le sobra el gran contexto de la complacencia. Su cuerpo, su centro, su interior descompuesto.
Cuando se habilitaron las suspicacias el tiempo se llenó de pausas, de propagandas, de evidencias de una mala jugada, al caer la noche, al quedar cara con espada, y espalda contra una pared helada. Mentiras de saber cordial, rumores de un reto a la intensidad del ejemplo nunca dado, dormido en el asiento de atrás.
A veces cuando se piensa no se relaciona la teoría, la ciencia, no… se enumera, entre melodías, melodramas, y mentalidades abiertas. Se enumera, en la crónica de la mañana que nunca llega, como contando ovejas saltar, como saltando al vacío sin gritar, se glorifica la paranoia del quizás, se antepone la incongruencia al azar.
Mitades de una luna, enteras formas de sombras contra el resplandor de la hora, contra la corriente de la sangre que se desborda, entes burlándose del camino en subida, y de la bajada automática de la velocidad nunca permitida. Náuseas que antes alegrías, un dolor intenso que antes cosquillas bajo el mentón del animal más salvaje de una selva en agonía. Llora la pequeña codicia, llora la ira, llora el payaso que escondió sus pisadas amarillas, lloran lágrimas de piedra aquellas damas convencidas, aquel caballero de los libros, aquella daga en el cuello de la analogía.
Llueve desde siempre, desde adentro del alma que con velas ilumina el comedor, un plato del cerebro desertor y un vaso de ideas para acompañar el ardor, estómago delirante, convicto del ácido, preso del temor, llueve desde siempre, hacia el nunca acabar de un editor, hasta el casi llegando de un avión. Explota el precursor, corazón de las mil caras con su arteria y su color, color que se derrama sobre el mantel floreado, ese mismo comedor que con velas, que con fuego, hoy de hielo y previsión.
Rojo, tu mirar, es rojo, es actual, dejando de lado el pretexto, nunca supieron observar. Premios a los perdedores de un inminente desafío, pasar por debajo del puente sin ser comidos, deglutidos por el agua impura de un desacierto, miles de hojas caen de aquel otoño muerto, de aquel legado abstracto, como si el árbol sintiera lo que siento.
Invierno… como si las horas se congelaran dentro de un mismo cuento. No detendría mi paso sobre el sendero, ni cruzaría esperando el verde de un semáforo traicionero, más adentro, hasta sentir que se rompe el hueso con el filo del invierno, infierno de hielo, con el filo del vidrio, de la copa rota, del cristal soberbio que me abstrae del dolor, gota a gota, como recortando figuritas de una revista loca, de un ausente manifiesto, hoja a hoja.
Entonces la calma, atrás quedaron las guirnaldas de un carnaval decorado con ansias, atrás el tiempo se hizo cargo de las llamas que consumieron algún futuro incierto. Son azules las estrofas, son grises las nubes, pero el silencio se hizo cargo de los truenos, y las luces de los rayos, y así el suceso. Suspendiendo las falacias por exploraciones del universo, derribando las murallas con martillos negros, deshaciendo cada escala con correcciones en blanco tieso.
Quizás un paréntesis pudo haber arreglado lo que no tiene arreglo, quizás no tantas simplificaciones hubieran podido acomplejar al caído bajo el telón, en un teatro lleno.
El mensaje ha sido codificado como insignia del pasado, antes caer, luego la deshonra y finalmente el instinto de volver por sobre todas las piedras donde siempre se ha de ceder.